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Fritz, ¿he dicho Fritz?, sí, creo que se llamaba así, se acercaba a los karts, se agachaba, miraba los neumáticos, los tocaba casi acariciándolos y decía: un grado más de caida. En la siguiente vuelta el piloto bajaba casi un segundo su tiempo, pero nadie se sorprendía, porque esa era la habilidad de Fritz.
Él decía que era muy sencillo, él preguntaba y el neumático le contestaba. Pero nadie consiguió saber cómo lo hacía. Si pedía que cambiasen las presiones, o ensancharan el eje, el resultado siempre eran unas décimas de mejora. Por eso los pilotos se le acercaban a decirle ¡Fritz!, ¡Fritz!, dime que hago y con una mirada atenta y una caricia repetía en voz alta lo que las gomas le susurraban y sólo él oía.
Su fama llegó al circo de los números y las cifras, y vinieron a verle fabricantes importantes, escuderías, pilotos renombrados pidiéndole Fritz, dime tu secreto y te pagaré lo que sea, pero él siempre decía que no tenía ningún secreto, que sólo preguntaba y escuchaba atento la respuesta.
Vinieron periodistas y le dedicaron portadas, televisiones para salir en los telediarios, incluso una universidad quiso hacerle doctor honoris causa, y él seguía agachándose en silencio para mantener esa conversación íntima en un lenguaje secreto que nadie más conocía.
Pero Fritz no era de piedra, y su otro secreto es que guardaba en un cajón de su mesilla los recortes de los periódicos con sus fotografías, las grabaciones con sus imágenes, las líneas rectas con que dios escribe renglones torcidos, ¿o es al revés?, y en la soledad de la noche los miraba, los cogía y cerrando los ojos se imaginaba como sería la vida de un hombre importante de verdad. Y según se iba llenando el cajón, así le fueron creciendo los miedos.
Un día estaba en un circuito, como solía hacer, en un entrenamiento para carrera, cuando un piloto le pidió su consejo. Él se agachó, miró las ruedas, acarició los neumáticos y sintió que el suelo se deshacía bajo sus pies. No había escuchado nada, nada, como si los neumáticos se hubieran quedado mudos o él sordo, o, a lo mejor, como si se hubieran enfadado y le hubieran retirado la palabra, cansados de ser ellos quienes siempre tenían que hablar. El piloto salió a la pista y perdió más de un segundo.
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Si has pensado que Ron ganó la pole, has acertado, bajó casi tres décimas por vuelta el tiempo del siguiente piloto y después dominó en la carrera desde que se apagó el semáforo en la salida lanzada hasta que la bandera de cuadros aleteó gozosa a su paso, si es que una bandera pudiera llegar a ser como un mariposa cuando se acerca a una corola. Lo que nadie sabe nada ya es que fue de Fritz: algunos dicen que justo cuando Ron pasaba por la línea de meta, él dió su último suspiro, otros que se marchó con una hija que vivía en Badalona. Pero es posible que Ron, cada vez que se agacha y le pregunta a los neumáticos, sea él mismo una parte de Fritz, la que escucha lo que le dicen y, quizás, también sea la otra parte, la que guarda en un cajón de su mesilla los recortes de periódico mientras piensa en cómo será la vida de un hombre importante.
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