jueves, 11 de junio de 2009
El hombre que hablaba con los neumáticos
Fritz, ¿he dicho Fritz?, sí, creo que se llamaba así, se acercaba a los karts, se agachaba, miraba los neumáticos, los tocaba casi acariciándolos y decía: un grado más de caida. En la siguiente vuelta el piloto bajaba casi un segundo su tiempo, pero nadie se sorprendía, porque esa era la habilidad de Fritz.
Él decía que era muy sencillo, él preguntaba y el neumático le contestaba. Pero nadie consiguió saber cómo lo hacía. Si pedía que cambiasen las presiones, o ensancharan el eje, el resultado siempre eran unas décimas de mejora. Por eso los pilotos se le acercaban a decirle ¡Fritz!, ¡Fritz!, dime que hago y con una mirada atenta y una caricia repetía en voz alta lo que las gomas le susurraban y sólo él oía.
Su fama llegó al circo de los números y las cifras, y vinieron a verle fabricantes importantes, escuderías, pilotos renombrados pidiéndole Fritz, dime tu secreto y te pagaré lo que sea, pero él siempre decía que no tenía ningún secreto, que sólo preguntaba y escuchaba atento la respuesta.
Vinieron periodistas y le dedicaron portadas, televisiones para salir en los telediarios, incluso una universidad quiso hacerle doctor honoris causa, y él seguía agachándose en silencio para mantener esa conversación íntima en un lenguaje secreto que nadie más conocía.
Pero Fritz no era de piedra, y su otro secreto es que guardaba en un cajón de su mesilla los recortes de los periódicos con sus fotografías, las grabaciones con sus imágenes, las líneas rectas con que dios escribe renglones torcidos, ¿o es al revés?, y en la soledad de la noche los miraba, los cogía y cerrando los ojos se imaginaba como sería la vida de un hombre importante de verdad. Y según se iba llenando el cajón, así le fueron creciendo los miedos.
Un día estaba en un circuito, como solía hacer, en un entrenamiento para carrera, cuando un piloto le pidió su consejo. Él se agachó, miró las ruedas, acarició los neumáticos y sintió que el suelo se deshacía bajo sus pies. No había escuchado nada, nada, como si los neumáticos se hubieran quedado mudos o él sordo, o, a lo mejor, como si se hubieran enfadado y le hubieran retirado la palabra, cansados de ser ellos quienes siempre tenían que hablar. El piloto salió a la pista y perdió más de un segundo.
Desde entonces Fritz no pudo volver a dar un consejo, y al poco tiempo dejó de ir por los circuitos, pasando el tiempo solo, con el secreto de su cajón, esos recortes que empezaban a amarillear y las cintas que parecía les fuera entrando parkinson porque cada vez estaban más temblonas. Apenas unos años después, pocos años, no te vayas a creer, ya nadie se acordaba de Fritz, a lo sumo había un vago recuerdo de alguien de quien se decía que hablaba con los neumáticos. Hasta que un niño llamado Ron, y no es el Dennis de pequeño, sino otro del que nunca me dijeron el apellido, el viernes antes de la carrera se encontró en un parque a un viejo con un montón de papeles arrugados asomando descarados por el bolsillo de su gastada chaqueta. Ya te podrás imaginar que el viejo era Fritz y también supondrás que hablaron entre ellos, aunque yo no se de qué, a lo mejor de las viejas glorias del viejo o las nuevas ilusiones del niño, pero lo que si se es que ese sábado el Ron, ese que no es Dennis de pequeño, antes de la manga de clasificación, se agachó, miro los neumáticos, los acarició y quitó un poco de presión en los delanteros mientras le dijo al mecánico que antes de salir a la primera manga había que bajar un poco el chasis.
Si has pensado que Ron ganó la pole, has acertado, bajó casi tres décimas por vuelta el tiempo del siguiente piloto y después dominó en la carrera desde que se apagó el semáforo en la salida lanzada hasta que la bandera de cuadros aleteó gozosa a su paso, si es que una bandera pudiera llegar a ser como un mariposa cuando se acerca a una corola. Lo que nadie sabe nada ya es que fue de Fritz: algunos dicen que justo cuando Ron pasaba por la línea de meta, él dió su último suspiro, otros que se marchó con una hija que vivía en Badalona. Pero es posible que Ron, cada vez que se agacha y le pregunta a los neumáticos, sea él mismo una parte de Fritz, la que escucha lo que le dicen y, quizás, también sea la otra parte, la que guarda en un cajón de su mesilla los recortes de periódico mientras piensa en cómo será la vida de un hombre importante.
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