“¿Por qué caminar si puedes volar?”, es el título del libro en que
Isha nos revela su método de crecimiento personal que, como todos los libros que anidan en la estantería de autoayuda del
Corte Inglés, dice estar libre de creencias, dogmas y filosofías.
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Pero yo os invito a un viaje inverso, el que nos proponen muchas personas en la vida dando la vuelta al título de ese libro: “¿para qué volar si sólo puedes caminar?”.
Había una vez un niño (o una niña, que para el cuento que os voy a contar nada importa el género) que caminaba distraído por las calles de su ciudad; estaba de vuelta del colegio, cargando en la mochila un montón de aburridos deberes (lo siento, pero a veces la relación educativa es bidireccional), empujando con el pie una chapa por la acera, cuando le llamó la atención el cartel que había en el escaparate de un banco: sintió que las llamativas letras rojas le hacían una pregunta directamente a él: “¿quieres dar el primer paso hacia la Fórmula 1?”.
Animando el paso fue a casa, sacó de la mochila el cuaderno de matemáticas y empezó a dibujar, entre divisiones y multiplicaciones, coches de carreras, con unos alerones exagerados, mientras su mente volaba por circuitos a la velocidad de un Ferrari (podría haber sido un Williams, pero entonces ni tan siquiera sabía que existieran).
Durante los siguientes días corría al colegio por las mañanas, y mientras la profesora explicaba donde estaba Italia, él dibujaba el
circuito de Monza, que la tarde anterior se había aprendido de memoria en la Wikipedia, y lo recorría una y otra vez con el lápiz buscando la trazada perfecta; creía ver en el profesor de inglés al mismísimo Hamilton, explicándole los fundamentos del f-duct; y en matemáticas planteaba sus dudas en términos de espacio partido por tiempo.
Pasó una semana de excitación antes de decidirse a entrar en el banco del anuncio. Pidió un folleto, que luego manoseó nervioso toda la tarde, hasta que lo puso encima de la mesa, entre los platos de la cena: “de mayor quiero ser piloto de Fórmula 1”. Al día siguiente estaba hecha la inscripción.
Quedaba una semana para la prueba, y qué largo es el tiempo cuando se espera algo, pero, al final siempre llega. Para acortar la historia, pasó la prueba y estuvo un año corriendo en karts, un año en que se aprendió el nombre de todos los equipos y los pilotos de la F1, pegado los domingos de carrera a la televisión, aunque fuera de madrugada, para ver a los pilotos profesionales enlazar las curvas en un circuito que él ya se había hecho mil veces en la consola. En la competición de karting nunca dijo que no a un entrenamiento, a una propuesta, buscando siempre la excelencia del mejor resultado.
Fue un año de crecimiento personal, sin necesidad de ningún método de autoayuda, y sin otra preocupación que correr y correr: cuanto más, mejor.
Pero se acabó el año: “lo siento, ahora os toca a vosotros seguir el camino solos”, les dijo como despedida el director del curso. Sin ninguna experiencia, se preguntaron qué hacer, y el niño del cuento (o niña) sólo dijo: “quiero ser piloto de Fórmula 1”.
Entraron en un mundo desconocido, donde les vendieron a precio de nuevo un chasis doblado, un mono a punto de caducar y un casco ya caducado… reponiéndose de cada error (¿se puede llamar error a ser objeto de un engaño?), siguieron yendo a los circuitos, aprendiendo sobre la marcha a elegir los reglajes y a carburar en carrera; luego en casa, el niño hacía de la consola su simulador, quitando de la configuración todas las ayudas para aprender las reacciones naturales del coche.
En un breefing, casi al final del primer año de campeonato, el director de carrera, muy severo miró a los asistentes: “no os creáis que de aquí va a salir ningún Fernando Alonso…” dijo, para después justificar las carencias de organización: ¿para qué volar si sólo puedes caminar?.
El final del cuento (todos los datos, por cierto, son reales, aunque no de todos ellos hayamos sido nosotros protagonistas, ¿o sería mejor decir víctimas?) suele ser que hay muchos niños y niñas que abandonan su ilusión, no porque no quieran, sino porque al final alguno de los muchos ladrones de sueños consiguen su objetivo.
En mi lista de ladrones de sueños, uno de los más crueles ocurrió ahora hace justamente un año y fue el robo de la ilusión de Pechito López por parte de Ken Anderson y su socio Peter Windsor, las caras visibles del equipo norteamericano USF1, con el lamentable
silencio complaciente de Ecclestone, Charlie Whiting y la FIA.